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Hacia una academia con los pies en la tierra

Por: Ariel Rodríguez Vargas – Investigador biologo

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Alberto Einstein siempre me ha inspirado, no tanto por su saber científico que por sus reflexiones éticas, como por ejemplo, en la necesidad de la responsabilidad social de los científicos. Otro humanista y médico François Rabelais también enfatizó que “la ciencia sin conciencia solo sirve para arruinar el alma” que en realidad era una llamada urgente a no sólo producir conocimiento; sino que debemos preguntarnos para qué y para quiénes lo hacemos.

Durante décadas, el sistema académico ha medido su valor por la cantidad de artículos publicados, el impacto en revistas especializadas o el número de citaciones. Pero hoy, en un mundo marcado por desigualdades profundas, crisis ambientales y sistemas democráticos en retroceso, ya no nos podemos conformar con esos indicadores, que de paso son elitistas y hegemonistas por su propia naturaleza. La pregunta que surge no es cuánto producimos, sino ¿qué sentido tiene nuestro trabajo para quienes viven en las calles, en las comunidades rurales, en los barrios marginados?.

Hoy necesitamos con urgencia una academia que se atreva a salir de las aulas y los laboratorios. Que no se conforme con hablarle únicamente a sus pares en lenguajes técnicos inaccesibles, sino que se arriesgue a traducir su conocimiento al lenguaje de las plazas públicas, de los consejos comunitarios, de las redes sociales. Una academia que no mida su éxito solo por títulos u hojas de vida, sino por su capacidad de escuchar, dialogar y responder a los dolores reales de la gente. Que entienda que detrás de cada modelo económico hay familias que sobreviven, detrás de cada ley hay personas que sufren injusticias, y detrás de cada fórmula matemática, hay hambre, desigualdad y esperanza. La ciencia, la economía, las matemáticas y el derecho no son abstracciones neutrales: están hechas por personas y tienen un impacto real en la vida de quienes sufren, resisten y sueñan. Por eso, cualquier conocimiento que ignore esta dimensión humana corre el riesgo de convertirse en irrelevante o, peor aún, en cómplice del sufrimiento social.

Pero este camino no está exento de peligros. El primero es el aislamiento cómodo, ese refugio donde la ciencia se convierte en un juego autorreferencial, ajeno a la vida real. Donde los investigadores escriben para sí mismos, usando un lenguaje que solo otros expertos pueden entender, mientras fuera, el mundo sigue quemándose. El segundo el riesgo de la simplificación apresurada, propia de un activismo que prioriza la denuncia inmediata sin cuestionar suficientemente los hechos ni los marcos teóricos. En este extremo, el rigor académico se diluye en aras de una visibilidad rápida, pero efímera.

Frente a estos extremos, no se trata de prescindir del método científico, sino de expandir su pertinencia hacia realidades más amplias y urgentes. Es fundamental no confundir la complejidad, propia de los fenómenos genuinamente profundos, con la complicación artificial; ni tampoco identificar la claridad con la superficialidad, como si expresar una idea con sencillez implicara necesariamente reducir su valor intelectual. La verdadera ética del conocimiento exige precisamente profundidad crítica y compromiso con el mundo que habitamos.

El verdadero camino es el de una sabiduría arraigada, aquella que no renuncia al rigor, pero tampoco a la compasión. Aquella que reconoce que la ciencia no vive en una burbuja, sino en medio del mundo que intenta explicar y transformar.

En contextos de crisis social, económica o ambiental, la neutralidad académica no es objetividad. Es complicidad. Cuando el racismo estructural sigue matando, cuando la democracia se vacía de contenido, cuando el planeta se agota y los tecnócratas miran hacia otro lado, entonces, ¿qué valor tiene un saber que no se pronuncia?

La historia no juzgará a esta generación de intelectuales por la densidad de sus marcos teóricos, sino por su coraje, o su cobardía, ante las urgencias de su tiempo. Quienes callan, avalan. Y quienes se limitan a describir el mundo sin comprometerse con su transformación, son cómplices de su deterioro.

Las aulas deben enseñar a leer no solo textos, sino contextos. Las investigaciones no deben estar hechas para sumar puntos para ascensos, sino restar sufrimiento humano de nuestros pueblos y el mundo. Los académicos deben recordar que antes que doctores, son ciudadanos. Y antes que teóricos, son testigos de su época.

Como escribió Eduardo Galeano, la ciencia ha hecho posible el viaje a la luna, pero no ha hecho posible que el prójimo sea menos lejano. En este siglo XXI incierto, la verdadera excelencia académica ya no puede medirse por la elegancia de sus abstracciones, sino por su valentía para intervenir en lo concreto.

Porque en tiempos oscuros, el peor error no es equivocarse al hablar, es elegir no hablar. Los científicos deben siempre estar con los pies en la tierra, nunca enajenados.

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