Por: Cristian Nieto Guerra – Docente universitario.
En Panamá hemos tenido dos independencias y una sola constante: la tutela del poder económico extranjero con el beneplácito del poder local. En 1821, los criollos istmeños proclamaron la independencia de España y, casi en la misma firma, la adhesión voluntaria a la Gran Colombia. En 1903, otra élite –más pragmática que patriótica– selló la separación de Colombia bajo el amparo de Estados Unidos, quien garantizó la nueva república a cambio de controlar lo esencial: el territorio del futuro Canal de Panamá. Dos siglos después, seguimos celebrando independencias de papel, mientras la verdadera independencia –del pensamiento, de justicia social, de separación de los poderes, de justicia jurídica certera y de soberanía ciudadana– continúa pendiente.
A inicios del siglo XIX, el Imperio Español se desmoronaba. En América Latina, las luchas independentistas ardían desde México hasta el Río de la Plata, pero el istmo panameño no fue campo de batalla, sino de comercio. El poder económico residía en los comerciantes del tránsito, dueños de las rutas y los impuestos; su prioridad no era la libertad, sino la estabilidad que les asegurara ganancias.
Así, el 10 de noviembre, la Villa de Los Santos declaró su independencia en un gesto simbólico más que insurgente; y el 28 de noviembre, desde la ciudad capital, se proclamó oficialmente la separación de España, pero con un acto inmediato de adhesión a la Gran Colombia de Bolívar. Fue un cálculo político: mantener la estructura económica bajo otro estandarte. No hubo revolución social, ni participación popular. La independencia se decretó desde los escritorios, no desde las plazas.
Ochenta y dos años después, la historia cambió de escenario, pero no de guion.
El siglo XX se inauguró con el interés estadounidense en abrir una ruta interoceánica que asegurara su hegemonía comercial y militar. Tras el fracaso del Tratado Herrán–Hay con Colombia, Washington respaldó la secesión de Panamá. En la práctica, fue una intervención diplomática y militar cuidadosamente disfrazada de independencia nacional.
El Tratado Hay–Bunau Varilla, firmado por un francés sin mandato panameño, otorgó a Estados Unidos derechos perpetuos sobre la Zona del Canal. La república nació, sí, pero bajo ocupación legalizada. La bandera ondeó libre mientras el suelo permaneció hipotecado.
De 1821 a 1903 –y más allá– la narrativa oficial se encargó de vestir la subordinación con ropajes de soberanía. Es el sofismo político: esa vieja técnica de manipular la verdad con palabras elegantes para mantener al pueblo dócil, ignorante y agradecido.
El sofismo patriótico nos enseñó a confundir independencia con cambio de amo, y soberania con voto. Aplaudimos el barniz republicano mientras las decisiones reales se cocinan entre élites económicas, partidos complacientes y poderes externos. Se nos repite que “somos libres y soberanos”, aunque las condiciones estructurales –legalización de la CORRUPCIÓN, educación desigual e industrial, justicia selectiva, dependencia económica– nos mantienen encadenados a un modelo que favorece a unos pocos.
El sofismo también se viste de democracia: cada cinco años el ciudadano asiste a su rito electoral, creyendo participar del poder, cuando en realidad legitima un sistema diseñado para la exclusión. Es la democracia representativa convertida en teatro político: donde se eligen administradores de intereses, no transmisores de la voluntad popular.
En más de dos siglos de vida republicana, Panamá ha tenido múltiples constituciones, pero ninguna verdaderamente constituyente. Cada reforma ha sido el resultado de negociaciones entre partidos, militares o tecnócratas, no del mandato soberano del pueblo. La Constitución vigente no es un pacto de nación, sino un documento de continuidad. No protege al ciudadano, sino al sistema que lo mantiene al margen.
Hablar de una Constitución pendiente es reconocer que aún no hemos escrito el texto que nos pertenece, que se ajuste a la realidad y necesidades de hoy. Que el país sigue bajo una administración particular, no gobernado; reformado, pero no refundado.
El tránsito del oro español al dólar americano simboliza más que dos monedas: representa dos siglos de dependencia disfrazada de progreso. El oro fundó la colonia; el dólar administró la república. Ambos moldearon una economía extractiva, donde el valor se mide por el paso del capital, no por la dignidad ciudadana. Y entre una y otra moneda, en Panamá hemos aprendió a vivir sin soberanía económica ni autonomía política plena, prisioneros de nuestra posición geográfica y de intermediarios históricos.
Hoy, el desafío no es solo político, sino cívico y moral. Necesitamos independizarnos del sofismo, la indiferencia, egoísmos, ignorancia y del miedo, rescatar la palabra “pueblo” de su uso decorativo, y exigir una Constitución que nazca de la voluntad originaria de los panameños. Solo entonces podremos hablar, por primera vez, de independencia.
Porque la independencia verdadera no se celebra, se ejerce; y la Constitución pendiente no se redacta en salones, sino en la conciencia despierta de una ciudadanía que deja de delegar para comenzar a decidir.
