Por: Cristian Nieto Guerra – Docente universitario.
La Constitución actual reza, casi con cinismo poético, que «el poder público solo emana del pueblo». Sin embargo, la realidad operativa del Estado ha convertido esta frase en el mayor sofisma de nuestra historia republicana. Lo que hoy presenciamos no es un país de frenos y contrapesos, sino una arquitectura diseñada para el contubernio: un pacto tácito de no agresión entre los tres órganos del Estado, donde la impunidad es la moneda de cambio y el ciudadano, un mero espectador cada cinco años.
La teoría nos habla de tres poderes independientes. La práctica nos golpea con una falsa independencia. Vivimos bajo un sistema circular vicioso donde el Ejecutivo nombra a quienes deben juzgarlo (Magistrados), y el Legislativo ratifica a quienes deben investigarlo. Este «círculo de lealtades» ha secuestrado a la Justicia, transformándola de una dama ciega a una guardaespaldas del poder político y económico. No existe fiscalización real cuando el fiscalizador debe su puesto al fiscalizado.
Este diseño institucional, caduco y lleno de «ripios constitucionales«, ha permitido el empoderamiento de un hiperpresidencialismo tóxico. El Ejecutivo no administra; manda sin controles. Esta concentración de poder ha facilitado que los intereses del poder económico concentrado redacten las leyes a su medida, pasando por encima del bienestar colectivo. El ejemplo más doloroso y reciente fue la imposición de contratos lesivos a la soberanía nacional (como el minero) y que el presidente actual desea darle continuidad, donde el Estado actúa como socio de una corporación y enemigo de su propia gente, incentivado a un nuevo estallido social que evidencia el divorcio absoluto entre la clase político-económica y la ciudadanía.
Bajo este amparo de legalidad torcida, hemos asistido a la legalización de la corrupción. Mientras el desfalco al erario no se hace en la oscuridad, sino a plena luz del día, amparado en leyes de presupuesto opacas y en la discrecionalidad de funcionarios que reparten «auxilios» y fondos públicos como si fuera un botín privado. Mientras tanto, la deuda pública ha crecido de manera exponencial e irresponsable, hipotecando el futuro de generaciones enteras para financiar una planilla estatal inflada y proyectos de dudosa rentabilidad social, sin que existan mecanismos efectivos para detener el sangrado financiero. Toda esta fiesta pagada por un pueblo esclavizado que trata de sobrevivir.
La consecuencia directa es una justicia jurídica selectiva e inoperante. Las cárceles están llenas de ciudadanos sin recursos, mientras que los grandes casos de corrupción de alto perfil mueren en tecnicismos, prescripciones, sustracción de materia o fallos negociados en despachos cerrados. La certeza del castigo ha desaparecido para las élites política y económica, creando una sociedad de dos castas: los intocables y el resto.
Ante este panorama de descomposición institucional, las reformas parciales o los «parches» son insuficientes. No se puede recuperar un edificio cuyos cimientos están podridos. La crisis de legitimidad que atraviesa el Estado no se resuelve cambiando a los actores, sino cambiando las reglas del juego.
Es URGENTE una Nueva Constitución. No como un acto de retórica política, sino como una herramienta de supervivencia nacional. Necesitamos un nuevo pacto social que garantice:
- Democracia real y participativa: Debe establecerse mecanismos de participación directa y vinculante. Esto implica eliminar las barreras de la actual democracia representativa que impiden la revocatoria de mandato y permite que la ciudadanía pueda separar a funcionarios ineptos o corruptos a mitad de periodo, también pueda vetar decisiones del ejecutivo, legislativo y judicial que vayan en perjuicio de la sociedad y el bien común.
- Garantice justicia social: Priorizando el desarrollo humano y la sostenibilidad sobre el lucro de los monopolios. Necesitamos un pacto social que frene el irresponsable aumento de la deuda pública, utilizada para despilfarro y corrupción, y que sean usado para garantizar derechos esenciales de calidad: salud, educación y agua.
- Independencia de poderes: Desmantelando el hiperpresidencialismo y modificar el método de selección de magistrados y procuradores, eliminando la injerencia directa del ejecutivo y legislativo en su designación. Elecciones bajo méritos comprobados, evaluados por comisiones técnicas independientes y con participación ciudadana.
- Justicia jurídica certera: Se debe eliminar los fueros, privilegios y «blindajes» procesales que han convertido a los políticos en una casta intocable, donde la certeza del castigo sea la norma y no la excepción; donde los tiempos procesales sean perentorios y no existan tecnicismos para prescribir delitos de alto perfil.
Panamá no puede conformarse con que el poder «emane del pueblo»; debe tener las herramientas constitucionales para ejercerlo, controlarlo y, cuando sea necesario, revocarlo. Seguir con las mismas reglas es garantizar los mismos resultados: impunidad, deuda y desigualdad. La refundación del país no es una opción radical, es la única ruta hacia una democracia decente.
