La teoría de la Constitución tiene por objeto el tipo de las Constituciones democráticas, tal como se han implantado tanto en el mundo libre —no sólo en el occidental por sus contenidos y procedimientos esenciales, sino también por la profundidad de sus manifestaciones particulares y evolución en el curso de la historia—, como en el espacio planetario, al menos desde el “annus mirabilis” de 1989. Este tipo se compone de elementos ideales y reales —referidos al Estado y a la sociedad— los cuales no se han alcanzado al mismo tiempo en prácticamente ningún Estado constitucional, pero que apuntan
tanto a una situación óptima de lo que debe ser como a una situación posible de lo que es.
Tales elementos son: la dignidad humana como premisa, realizada a
partir de la cultura de un pueblo y de los derechos universales de la humanidad, vividos desde la individualidad de ese pueblo, que encuentra su identidad en tradiciones y experiencias históricas, y sus esperanzas en los deseos y la voluntad creadora hacia el futuro; el principio de la soberanía popular, pero no entendida como competencia para la arbitrariedad ni como magnitud mística por encima de los ciudadanos, sino como fórmula que caracteriza la unión renovada constantemente en la voluntad y en la responsabilidad pública; la Constitución como contrato, en cuyo marco son posibles y necesarios fines educativos y valores orientadores; el principio de la división de poderes tanto en sentido estricto, relativo al Estado, como en el sentido amplio del pluralismo; los principios del Estado de Derecho y el Estado social, lo mismo que el principio del Estado de cultura (“Kulturstaat”)1 abierto; las garantías de los derechos fundamentales; la independencia de la jurisdicción, etcétera. Todo esto se incorpora en una democracia ciudadana constituida por el principio del pluralismo.
El Estado constitucional de cuño común europeo y atlántico se caracteriza por la dignidad humana como premisa antropológico-cultural por la soberanía popular y la división de poderes, por los derechos fundamentales y la tolerancia, por la pluralidad de los partidos y la independencia de los tribunales; hay buenas razones entonces para caracterizarlo elogiosamente como democracia pluralista o como sociedad abierta. Su Constitución, entendida como orden jurídico fundamental del Estado y de la sociedad, posee una validez jurídica formal de naturaleza superior. La Constitución es creadora del momento de la estabilidad y la permanencia; el ejemplo más impresionante lo ofrece la Constitución de los Estados Unidos con sus más de dos siglos de vigencia. No obstante, en virtud de esta duración —la Ley Fundamental alemana (en adelante LF) incluso plantea una “ pretensión de eternidad” a favor de los principios fundamentales de su artículo 79, inciso 3, en forma análoga a algunas Constituciones anteriores y a otras que le han seguido— se requieren instrumentos y procedimientos gracias a los cuales la Constitución se adapte en forma flexible, como “proceso público”, 3 a los acontecimientos de la época, sin detrimento de su sentido: a saber, como “estímulo y límite”, en los términos de R. Smend, también como “ norma y tarea” (U. Scheuner), lo mismo que como “limitación y racionalización” del poder del Estado (H. Ehmke), pero también del poder de la sociedad. Precisamente la Constitución de los Estados Unidos, además de las muy escasas enmiendas (actualmente 28) que ha sufrido en doscientos años, conoce el procedimiento del cambio, especialmente a través de la jurisprudencia constitucional.
Libro: El Estado Constitucional
Autor: Peter Häberle