Por: Cristian Nieto Guerra – Docente universitario
En Panamá, hablar de “Constituyente” es tocar la fibra más sensible del pacto social. El término evoca soberanía popular, refundación y la posibilidad de cortar de raíz el cáncer de la corrupción. Pero lo que se ha diseñado bajo los artículos 314 y 315 de la constitución vigente no es una Constituyente originaria, sino una criatura híbrida y
desnaturalizada: la llamada Constituyente Paralela.
A primera vista parece una salida institucional elegante: se ofrece al pueblo un camino previsto en la carta magna para redactar una nueva constitución. Sin choques, sin rupturas, bajo un marco legal preexistente. Una vía “segura” para cambiar el país sin incendiarlo.
Pero la trampa está en el apellido. Una Constituyente originaria se funda en el principio de que el pueblo, como soberano, no está sujeto a límites: puede rehacer desde la raíz las reglas del juego, precisamente porque las instituciones vigentes han perdido legitimidad. La Paralela, en cambio, está atada de pies y manos: el Tribunal Electoral -parte del mismo sistema cuestionado- controla el proceso, valida firmas, define reglas y supervisa resultados. ¿Puede un sistema profundamente cuestionado ser juez y notario de su propia transformación?
Los defensores argumentarán que al menos es un mecanismo legal y pacífico. Que permite canalizar la inconformidad ciudadana y abrir la puerta a reformas estructurales sin caer en el vacío. Que mejor es un cauce estrecho que ningún cauce. Y tienen razón en parte: la organización ciudadana que podría despertar la recolección de firmas es en sí misma un ejercicio de poder popular.
Pero el riesgo es evidente: que el pueblo, al apostar por la Paralela, termine en un juego controlado por las mismas élites que llevan décadas blindándose en la impunidad. Que el proceso se convierta en maquillaje constitucional, un “gatopardismo” criollo: cambiar para que todo siga igual.
La verdadera disyuntiva no es legal sino política. La Paralela
es una artimaña más de los partidos políticos, como laboratorio de movilización y conciencia. Pero no debemos engañarnos: no es un acto soberano, no es un poder originario, no es una refundación. Es una reforma constitucional con traje de gala, que ningún bien hará a la sociedad panameña.
El pueblo panameño debe decidir si le basta con reformar bajo tutela, o si apuesta por un salto cualitativo hacia una constituyente originaria, que —aunque más riesgosa y disruptiva— responde a la lógica misma del poder soberano: cuando el sistema no se recupera, no se negocia con él, se reemplaza.