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Trampa constitucional de la democracia representativa, eligiendo dictadores

Por Cristian Nieto Guerra – Docente universitario.

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En Panamá tenemos 35 años viviendo bajo el espejismo de una democracia que promete libertad, pero garantiza sumisión. Cada cinco años, la ciudadanía acude a las urnas con la esperanza de elegir a nuestros representantes; sin embargo, lo que realmente hacemos es firmar un cheque en blanco a una élite política que decide sin consultarles. El problema no es solo moral ni ético: es constitucional. La arquitectura jurídica del país ha institucionalizado y normalizado una trampa legal que convierte al voto en un acto de sumisión disfrazado de soberanía.

El discurso oficial –al mejor estilo del sofista– insiste en que “el pueblo es quien elige”, pero la trampa real queda demostrada en que el pueblo elige para dejar de decidir. Tras el conteo de votos, la soberanía ciudadana se disuelve en los corredores del poder, donde los electos legislan, administran y negocian a título personal. No hay mecanismos reales de control popular entre elecciones; la consulta directa, el referendo vinculante y la revocatoria de mandato son figuras decorativas o inexistentes.

Así, la democracia representativa panameña ha dejado de representar: es un sistema de intermediarios que monopolizan la voluntad colectiva valiéndose de construir necesidades y miseria ciudadana.

La actual Constitución militarista e impuesta en 1972, heredera de un modelo dictatorial y centralizado, concentró el poder en las cúpulas. Bajo la apariencia de equilibrio de poderes, erigió un esquema donde el Ejecutivo domina, el Legislativo negocia y el Judicial obedece. Quedando la ciudadanía reducida a simples espectador, sin instrumentos reales de ejercer control alguno en la gestión pública.

La norma suprema, en lugar de proteger la participación, la condiciona; en vez de promover la equidad, la regula según intereses de quienes gobiernan. Es el tipo de texto constitucional que finge democracia mientras perfecciona la desigualdad y garantiza privilegios.

En Panamá, los representantes del pueblo —presidentes, diputados, alcaldes y representantes de corregimiento— ejercen un poder casi monárquico durante su mandato. Una vez electos, no están obligados a rendir cuentas ni a someter sus decisiones a la voluntad ciudadana. Se vuelven “dioses de quinquenio”, blindados por inmunidades, clientelismo y leyes hechas a su medida.

La gente vota por un líder; el sistema convierte al líder en patrón. Y cuando la estructura judicial asegura la impunidad, la democracia se vuelve el mecanismo más elegante de la tiranía moderna.

La consecuencia de esta trampa constitucional es visible en las cifras: Panamá figura entre los países con mayor desigualdad en la distribución de la riqueza. No es casualidad. Cuando el poder político y económico se concentran en manos de unos pocos, el desarrollo se convierte en privilegio.

Los presupuestos se reparten por clientelismo, no por necesidad social; los proyectos responden a favores, no a diagnósticos. Así, mientras los barrios marginales se inundan, las fortunas públicas se evaporan en contratos, dietas y nombramientos directos. La desigualdad no es un error del sistema: es su consecuencia lógica y planificada.

El panameño ha sido domesticado a participar cada cinco años en una liturgia electoral que legitima su propia exclusión. La democracia representativa se ha convertido en el mejor disfraz del autoritarismo constitucional. El pueblo no decide, solo ratifica.

No se eligen líderes que consulten, sino dictadores temporales con mandato legal. No gobiernan con el pueblo, sino sobre el pueblo. Y lo más grave es que el sistema los reproduce sin freno, bajo la excusa de la legalidad, pues es más fácil controlar, convencer y beneficiar a una representatividad que a todo el pueblo.

Panamá necesita repensar su modelo político desde la raíz: una refundación constitucional que restituya la verdadera y única soberanía ciudadana.

Una nueva Constitución debe permitir la consulta permanente, el control popular, el presupuesto participativo, la revocatoria de mandato y los referendos vinculantes. Solo así el poder dejará de ser una delegación ciega y se convertirá en una construcción colectiva, garantizando una verdadera democracia, justicia social, independencia de poderes y justicia jurídica certera.

No se trata de destruir la democracia, sino de reconstruirla desde el pueblo y para el pueblo. Porque mientras el voto siga siendo el único instrumento de participación, seguiremos eligiendo dictadores cada cinco años… con toda la solemnidad de una falsa democracia y república.

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