Por: Cristian Nieto Guerra – Docente universitario.
La democracia panameña siempre ha tenido un falso equilibrio, sostenido más por apariencias que por estructuras sólidas. Y es que en los últimos gobierno y con mayor frecuencia, surge frase iluminadas por potentes reflectores, un destape involuntario de la realidad. La resiente declaración del presidente José Raúl Mulino –“les prendo el país por las cuatro esquinas”– dirigida a los magistrados del Tribunal Electoral antes de las elecciones de 2024, es justamente eso: una confesión pública de cómo opera realmente el poder en Panamá.
No es solo una frase desafortunada. Es un síntoma. Y los síntomas, cuando se repiten, confirman la enfermedad.
La República, tal como está escrita en papel, exige separación de poderes, controles entre órganos del Estado y respeto pleno a la institucionalidad. Lo que tenemos, sin embargo, es una democracia decorativa, frágil y fácilmente manipulable, en favor de pocos y detrimento de la gran mayoría.
La frase presidencial expone que la independencia institucional es más una ilusión que una realidad: si un presidente puede –y se siente cómodo, en un ambiente de carácter internacional, al– admitir públicamente que presionó al organismo encargado de garantizar elecciones libres, entonces no hablamos de una república funcional, sino de un poder sin contrapesos.
Pero la palabra del Ejecutivo solo es la punta del iceberg. El desgaste y corrupción de TODAS las instituciones atraviesa todos los niveles.
La Corte Suprema de Justicia debería ser el último bastión de la garantía ciudadana. En vez de eso, se ha convertido en un laberinto de opacidad, demoras inexplicables y decisiones que parecen responder más a cálculos políticos que a la justicia.
- Fallos tardíos que llegan cuando ya no importan.
- Casos de alto perfil que se archivan por temas de forma, sin llegar a fallar el fondo.
- Magistrados percibidos como operadores de intereses económicos y partidarios.
El Ministerio Público, por su parte, debería ser un contrapeso robusto contra la corrupción y la criminalidad. En vez de ello, actúa con selectividad, lentitud y una preocupante dependencia del ambiente político, evitando pisar callos del poder de facto.
La ciudadanía observa cómo los grandes casos se congelan, se dilatan con la sustracción de materia, los expedientes se pierden, los imputados poderosos se escabullen entre tecnicismos, y las víctimas comunes se sienten cada vez más indefensas y abusas por el propio sistema que les debe proteger.
Cuando justicia tarda, titubea o se inclina, deja de ser justicia y promueve la impunidad.
Panamá no sufre corrupción: Panamá está estructurado para que la corrupción sea funcional. Contratos con sobrecostos, deuda pública elevada, obras innecesarias, botellas estatales, tráfico de influencias, y una élite político-económica que ha convertido al Estado en un negocio de reparto.
La corrupción dejó de ser un accidente y se volvió una arquitectura. Una que atraviesa municipios, ministerios, partidos, instituciones estatales y hasta entidades privadas.
Lo que la frase “les prendo el país” revela, en el fondo, es esa desmedida arrogancia que solo ocurre cuando se sabe que las instituciones no tienen la fuerza para contener los excesos y que la ciudadanía necesita salir del silencio cómplice, sumisión, indiferencia, división y trabajar por la unidad hacia una solución verdadera.
La infiltración del crimen organizado ya no es un rumor. Es un fenómeno documentado: operaciones policiales, vínculos políticos, penetración en juntas comunales, financiamiento ilícito de campañas, narcotráfico en aeropuerto, ilegalidades de funcionario y la porosidad de nuestras fronteras.
Cuando instituciones débiles se combinan con dinero ilícito y actores políticos complacientes, el resultado es un narcoestado parcial: zonas donde el poder real no lo ejerce el Estado, sino redes criminales capaces de comprar lealtades, voluntades y silencios. Toda esta fiesta pagada con dinero extraido de las arcas del Estado y pagado por el pueblo humilde que sobrevive ante este sistema.
La frase presidencial, lamentablemente, no contradice ese rumbo: lo confirma. Un país donde un presidente presume de presionar a los árbitros electorales es un país donde las reglas del juego pueden ser reescritas por la fuerza, la amenaza o el capital ilegal.
Mientras las élites políticas juegan al poder, el panameño de a pie sobrevive atrapado en una realidad que no recibe la misma atención:
- Barrios dominados por pandillas.
- Robos y homicidios crecientes.
- Un sistema educativo abandonado.
- Un sistema de salud que cada día se vuelve más comercial.
- Un país donde el salario no alcanza y la riqueza se concentra en pocas manos.
- Una juventud que estudia, trabaja y aún así no puede salir adelante.
El modelo actual produce desigualdad estructural. No por error, sino porque así está diseñado a través de una Constitución creada bajo una dictadura militar e impuesta por un puñado de personas, no tiene herramientas democráticas suficientes para corregirlo.
La frase “Les prendo el país” debería indignarnos, pero también despertarnos y empujarnos a admitir que el sistema está roto no desde ayer, sino desde hace más de 50 años y que NUNCA hemos salido de la dictadura impuestas por fuerzas foráneas y ejecutadas por vendepatrias nacionales.
Y que ninguna elección, por sí sola, va a reparar instituciones que ya no funcionan.
Es hora de reconocer que para reconstruir la República necesitamos algo más profundo que leyes cosméticas: necesitamos una Nueva Constitución, diseñada por la ciudadanía, que garantice una real democracia con participación ciudadana activa, justicia social, independencia de poderes y justicia jurídica certera.
