Autor: Cristian Nieto Guerra
Profesión: Docente de tecnología
Hablar de la «legalización de la corrupción» en el ámbito universitario, a parte de lo que implica que se oficialicen actos deshonestos mediante normas jurídicas, se refiere a estas prácticas que se normalizan y toleran hasta volverse parte del tejido institucional.
La educación superior ha sido históricamente un bastión de lucha y esperanza, un lugar donde el conocimiento, la investigación y el pensamiento crítico se unen para construir sociedades más justas y prósperas. Sin embargo, cuando la corrupción se infiltra en estos espacios sagrado, no solo se compromete la calidad académica, sino también los valores fundamentales que la educación debe promover y se violan derechos.
Hablar de la «legalización de la corrupción» en el ámbito universitario, a parte de lo que implica que se oficialicen actos deshonestos mediante normas jurídicas, se refiere a estas prácticas que se normalizan y toleran hasta volverse parte del tejido institucional. Cuando la corrupción se disfraza de normas jurídicas, procedimientos administrativos, favoritismos, falta de transparencia o decisiones arbitrarias, dejamos de verla como un acto excepcional y comenzamos a aceptarla como «la forma en que funcionan las cosas».
En el contexto de la educación superior, esta «legalización» tiene consecuencias devastadoras. Instituciones creadas para formar líderes éticos y profesionales competentes se convierten en espacios donde la mediocridad, sumisión y el abuso son recompensados. El soborno por calificaciones, la venta de títulos, los concursos académicos amañados, el nepotismo y el uso indebido de recursos –que pertenecen a toda la sociedad– son solo algunos ejemplos de cómo la corrupción mina la integridad universitaria.
Pero el impacto negativo no termina ahí. Cada acto de corrupción en la educación tiene un efecto multiplicador en la sociedad. Un título obtenido a través de la deshonestidad no solo afecta a quien lo ostenta, sino que también debilita la credibilidad de la institución y pone en riesgo los sectores que recibirán a esos profesionales. En última instancia, la corrupción en la educación superior perpetúa ciclos de desigualdad, mediocridad, ilegalidad y comportamientos en general que frena el progreso colectivo.
Sin embargo, hay esperanza. Cada universidad corrupta es también un recordatorio de que la educación tiene el poder de transformar. Para revertir este proceso de «legalización» es necesario recuperar la esencia misma de lo que significa ser una institución educativa: un espacio que valore la verdad, la ética, el conocimiento, el mérito, el disentir, el debate y el compromiso de la lucha por el bien común.
Esto implica asumir responsabilidades a nivel institucional, con políticas claras de transparencia y rendición de cuentas, y a nivel personal, con la valentía de denunciar prácticas deshonestas y de rechazar la comodidad de la indiferencia. También exige fomentar una cultura de integridad entre estudiantes y profesores, en la que la calidad académica y la ética sean prioridades irrenunciables.
La educación superior debe ser un motor de cambio, no un reflejo de las peores prácticas de la sociedad. La lucha contra la corrupción en este ámbito no es solo una cuestión de justicia, sino una apuesta por un futuro en el que el conocimiento y los valores sean las herramientas más poderosas para construir una mejor sociedad.
Recuperar la educación superior de las garras de la corrupción y mediocridad es un deber colectivo y un llamado a la unidad de sus fuerzas vivas. Solo así podremos garantizar que nuestras universidades formen no solo profesionales competentes, sino también ciudadanos íntegros capaces de transformar positivamente nuestra sociedad.