Por: Cristian Nieto Guerra – Docente universitario
En los últimos años, Panamá ha experimentado un deterioro progresivo de su tejido democrático, cuyo origen no es casual ni pasajero. Es el resultado de una estructura de poder que se ha perfeccionado en el arte de la corrupción, legitimando sus abusos mediante leyes hechas a la medida de sus intereses. Los tres órganos del Estado —Ejecutivo, Legislativo y Judicial— han dejado de ser pesos y contrapesos entre sí, para convertirse en cómplices de un mismo proyecto: perpetuar los privilegios de unos pocos, a costa del bienestar de la mayoría.
Esta maquinaria de poder no solo roba recursos públicos, sino que manipula la percepción colectiva. Desde las escuelas hasta los medios de comunicación, se cultiva una cultura de resignación. Se enseña a no cuestionar, a no participar, sino a creer que «así ha sido siempre». Cuando el pueblo despierta, cuando los jóvenes salen a las calles o los trabajadores alzan la voz, el discurso oficial cambia de tono. De pronto, quienes exigen sus derechos son tildados de violentos, desestabilizadores o enemigos del país. Y como respuesta, se libera a las fuerzas policiales para reprimir, silenciar y adoctrinar mediante el miedo.
Las evidencias son numerosas. La aprobación de contratos lesivos a la soberanía, como el del Estado con Minera Panamá, se ha realizado ignorando el clamor ciudadano. La Ley 406 fue defendida con violencia, no con argumentos. Los escándalos de jueces que absuelven a corruptos por “fallas de forma” se repiten sin consecuencia. Las reformas a la Caja de Seguro Social fueron debatidas sin escuchar realmente a los asegurados, solo para beneficiar a sectores económicos aliados del poder. Y mientras tanto, la educación pública se deteriora, la juventud crece sin valores cívicos, carece de futuro, y la policía se convierte en la cara represiva del Estado.
Pero aún hay esperanza.
La solución no vendrá desde arriba. Quienes se benefician del sistema actual no lo cambiarán. La verdadera transformación comienza con la ciudadanía: una ciudadanía informada, unida y educada en valores cívicos. Necesitamos una educación que no solo enseñe a obedecer, sino que forme ciudadanos críticos, capaces de entender sus derechos y responsabilidades. Una sociedad que sepa que protestar no es sinónimo de violencia, sino de dignidad.
Panamá necesita con urgencia una Nueva Constitución, nacida del pueblo y no de los corruptos. Una Constitución que garantice la independencia de los poderes del Estado, que castigue ejemplarmente la corrupción, que proteja los bienes comunes, que escuche al pueblo antes que a los intereses económicos. Una Constitución principista, donde se reconozca la dignidad humana por encima del lucro, justicia social, rendición de cuentas y justicia jurídica certera e igual para todos.
La unidad ciudadana no es una fantasía; es una necesidad. Solo unidos podremos romper las cadenas del adoctrinamiento y la impunidad. Solo unidos podremos reconstruir Panamá con justicia, con ética, con democracia real.
El futuro de nuestro país no puede seguir siendo escrito por quienes se lucran de su destrucción. Es hora de que el pueblo panameño recupere la pluma y escriba la realidad presente y futura.