Por: Cristian Nieto Guerra – Docente universitario
En Panamá vivimos una contradicción que se ha vuelto insoportable: quienes gobiernan y deciden sobre la vida de millones de ciudadanos disfrutan de privilegios tan alejados de la realidad nacional, que se hace casi imposible que comprendan el día a día del pueblo. Sueldos que superan por decenas al salario mínimo, viáticos ilimitados, jubilaciones de lujo y una red de favores políticos convierten el servicio público en un espacio de privilegio, no de sacrificio ni compromiso con la nación.
¿Cómo puede un gobernante entender lo que significa hacer fila en un hospital sin medicinas, si nunca ha dependido de él? ¿Cómo puede diseñar políticas sobre transporte quien jamás ha tenido que esperar horas en una parada sin techo ni seguridad? ¿Cómo puede legislar sobre educación quien asegura a sus hijos el acceso a colegios privados o en el extranjero? La desconexión es tan profunda, que la ciudadanía observa con impotencia cómo las decisiones del poder responden más a intereses personales o de élite, que a la urgencia social.
Esta situación no es fruto del azar. Es consecuencia directa de un modelo político blindado por una Constitución hecha a la medida de las élites económicas y políticas, que más que limitar privilegios los institucionaliza. Nuestra Carta Magna, heredera de un régimen militarista, sigue siendo un candado para la verdadera participación popular y una carta en blanco para la imposición de privilegios para un grupo reducido.
Por ello, Panamá necesita con urgencia una nueva Constitución originaria, nacida de la soberanía del pueblo y no de los pactos de cúpulas. Una Constitución que elimine los privilegios injustificados de los cargos públicos y establezca mecanismos reales de rendición de cuentas. Una Constitución que acerque al gobernante a la vida cotidiana del ciudadano, no que lo eleve sobre él. Una Constitución que garantice la transparencia, que obligue a la austeridad en el ejercicio del poder y que priorice la justicia social sobre la conveniencia política.
El pueblo panameño no puede seguir siendo espectador de un teatro absurdo en el que los actores principales viven en un mundo ajeno a la realidad. La verdadera democracia exige que quienes gobiernan estén sujetos a las mismas condiciones que los gobernados, para que sus decisiones nazcan de la empatía y no del cálculo político.
El momento de replantear el pacto social ha llegado. La pregunta no es si necesitamos una nueva Constitución, sino si tendremos la voluntad colectiva de construirla. Panamá merece un Estado que deje de administrar privilegios y empiece a garantizar derechos.