Por: Cristian Nieto Guerra – Docente Universitario
Hay momentos en la historia de los pueblos en los que el miedo pesa más que la injusticia. Miedo al cambio, miedo a lo desconocido, miedo a que “todo empeore”. Pero si algo nos ha enseñado nuestra historia reciente es que el verdadero peligro es seguir como estamos.
Aferrarnos a una Constitución que no escribimos, que fue impuesta desde las cúpulas del poder militar, y que hoy sirve de escudo para mantener la corrupción estructural y el exceso de poder presidencial, no es estabilidad social: es resignación.
Muchos saben —en silencio o con rabia— que este sistema no da para más. Que los derechos básicos como la salud, la educación, el agua o la vivienda, están al servicio de una élite, mientras las mayorías apenas sobreviven. Que la democracia es una fachada, una costumbre cada cinco años, pero sin participación real, sin control ciudadano. Lo vivimos, lo sufrimos, lo sabemos. Pero algo nos frena. Ese “algo” es el miedo.
El miedo a que nos digan que somos izquierdista, comunista. El miedo a que nos acusen de ser radicales, cuando lo único radical ha sido la injusticia sostenida por décadas. El miedo a tomar el destino en nuestras propias manos. Porque sí, lo más temido por quienes sostienen este sistema es que el pueblo en unidad, se atreva a tomar decisiones.
Por eso nos repiten que “no es el momento”. Que “hay que esperar”. Que “no conviene porque lo propone tal o cual figura política”. Pero lo cierto es que no hay momento perfecto para lo justo. Lo que hay es una oportunidad que depende de nosotros. La Constituyente Originaria —no una reforma maquillada, no un pacto entre partidos— es la única solución real para refundar las normas jurídicas, desde la base, con la participación activa de los barrios, las comunidades. Una Constitución escrita por y para la ciudadanía.
¿Queremos seguir siendo esclavos de una Constitución que protege los intereses de unos pocos, o asumimos el retode construir un pacto social nuevo, justo y democrático?
No hay neutralidad posible. La decisión es personal y colectiva. O apostamos por cambiar las estructuras que nos oprimen, o perpetuamos el modelo que nos ha dejado sin voz. Porque en esta encrucijada histórica, la pasividad e indiferencia es complicidad.
Hoy no se trata de hacer responsable a un partido ni un presidente ni de personas puntuales. Se trata de cada uno de nosotros. De si creemos o no en nuestra capacidad de transformar la historia. La Constituyente Originaria no es un regalo del poder; es una conquista del pueblo. Y como toda conquista, requiere organización, unidad y lucha.
El miedo puede inmovilizarnos. Pero también puede ser el motor que nos empuje a actuar. Porque ya no se trata de soñar con un Panamá distinto: se trata de construirlo.
La decisión está en nuestras manos. El momento es ahora.