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Se fue el dictador, pero la Constitución militarista permanece

Por: Cristian Nieto Guerra – Docente universitario.

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La invasión del 20 de diciembre de 1989 derrocó al dictador, pero dejó intacto su legado más peligroso: la estructura constitucional. La transición que siguió a la ‘Causa Justa’ se construyó sobre una contradicción fundamental, pues al no convocar a una Asamblea Constituyente, la naciente democracia aceptó tácitamente las reglas de juego del régimen militarista que acababa de caer. Se eligió el privilegió de la ‘gobernabilidad’ inmediata, condenando a la población a la esclavitud de un sistema CORRUPTO.

Treinta y seis años han pasado desde aquella madrugada en que el cielo de Panamá se iluminó con el fuego de la destrucción. Ese 20 de diciembre marcó la cicatriz más profunda de nuestra historia republicana: el día en que una invasión extranjera, bajo el nombre de «Causa Justa», desmanteló a sangre y fuego el régimen de las Fuerzas de Defensa. Sin embargo, HOY al conmemorar a los caídos y reflexionar sobre el «Duelo Nacional», estamos obligados a mirar más allá de los escombros de El Chorrillo y preguntarnos: ¿Qué construimos sobre esas ruinas?

La narrativa oficial nos dice que ese día regresó la democracia. Se fue el dictador Manuel Antonio Noriega, se disolvió el ejército y se instauró un gobierno civil. Pero la realidad institucional es mucho más persistente y sombría. Si bien cambiamos los uniformes por sacos y corbatas, cometimos el pecado original de la transición: cimentar la nueva democracia sobre la vieja Constitución de la dictadura.

Es una de las grandes ironías de nuestra historia. El gobierno que asumió el poder en medio del caos, y todos los que le han seguido hasta el día de hoy, han gobernado bajo el amparo de la Constitución Política de 1972. Una carta magna concebida en un cuartel, diseñada no para garantizar la libertad ciudadana o el equilibrio de poderes, sino para centralizar el poder, legitimar el autoritarismo y blindar al Ejecutivo.

Al no convocar a una Asamblea Constituyente tras la invasión, Panamá optó por el «gatopardismo«: cambiar todo para que nada cambie.

Esta decisión permitió que la estructura del Estado clientelista y corrupto sobreviviera a sus creadores. Vemos hoy, 36 años después, cómo los mismos actores políticos –o sus herederos directos– se rotan en el poder. No importa el color del partido; la maquinaria es la misma porque el manual de instrucciones (la Constitución) sigue siendo el mismo. Hemos visto cómo se reciclan figuras que prosperaron bajo el régimen militar y que luego se adaptaron camaleónicamente a la «democracia», protegidos por un sistema judicial inoperante y diseñado para la impunidad.

La Constitución militarista, a pesar de sus múltiples parches y reformas cosméticas, sigue fomentando un presidencialismo monárquico y una Asamblea Legislativa que funciona más como una agencia de cobro de favores que como un contrapeso real. La falta de independencia judicial no es un accidente; es una característica de diseño de un sistema creado para proteger a la cúpula, llámese Estado Mayor ayer o cúpula partidista hoy.

Por ello, el 20 de diciembre no debe ser solo un día para recordar a nuestros muertos, sino para reconocer nuestra deuda pendiente con los vivos. No podemos seguir llamando «democracia plena» a un sistema que opera con el manual de una dictadura.

Es URGENTE e impostergable la convocatoria a una Nueva Constitución.

No una reforma más, no un «maquillaje» legislativo, sugerido por el artículo 314 y la paralela. Necesitamos un nuevo pacto social nacido de la ciudadanía, no de las élites políticas ni económicas. Solo a través de una refundación constitucional podremos desmantelar los engranajes que perpetúan la corrupción y el caciquismo.

Si realmente deseamos honrar la sangre derramada y conocer qué es la verdadera democracia, si aspiramos a una justicia social que no sea una dádiva política, si exigimos una independencia de poderes real y una justicia jurídica certera donde la ley sea igual para todos, debemos tener el coraje de enterrar, junto con el recuerdo del dictador, la Constitución que él y sus predecesores nos legaron.

Panamá merece, sin lugar a equivocación, una Constitución digna de un pueblo libre y soberano, lo único que se requiere es unidad y organización sin intereses particulares.

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